Lletres, sí, así de simple. Letras, una de las pocas librerías que
aún quedan en el barrio gótico de Barcelona.
Permitan que haga un poco de historia.La instaló un más que adinerado
burgués a principios de los sesenta, en el semisótano de su vivienda. Era para
su hija menor, que según se cuenta, había cedido a las tentaciones carnales con
un muchacho con poco futuro, por lo que ya no era merecedora de su dote.Los enamorados supieron hacer
del lugar un sitio de referencia para la literatura. Hasta hace muy pocos años
se decía: «Si está en Lletres, tiene que ser bueno».
Constança, a sus setenta años,
disfruta todavía de su librería. Llega temprano, entra por la puerta pequeña de
la trastienda, recorre el salón de ventas, acomoda algún que otro libro… pero
su sitio preferido está junto a la cafetera; el lugar al que dedica más tiempo.
Siempre les dice a sus empleados: «ningún buen lector se resiste a un café y a
un cómodo sillón donde examinar las novedades». Una mesa de cristal con algunos
libros colocados de forma estratégica, dos butacas y un escritorio con un
portátil de reciente incorporación, completa la zona de lectura. Casi imposible
no detenerse a ojear un libro.
A media mañana, cuando todo está
en marcha, abandona su despacho y se pasea entre las estanterías. Con aire
despreocupado, habla con los clientes, intentando crear un ambiente relajado y
acogedor. Su elegante delgadez le
permite lucir prendas con cierto toque juvenil. El negro, que predomina en su
ropa por su reciente viudez, le confiere un aire sugestivo.
Ella y su marido dedicaron una
gran parte de su vida a Lletres. Casi me
atrevo a decir que obligó a sus dos hijos a trabajar en la librería, aunque
ninguno se sintió atraído como para continuar con el negocio familiar. Con el
paso del tiempo, Constança, lo intentó con sus nietas, que sin negarse, tampoco
se implicaron demasiado. Era una mujer inteligente,
siempre dispuesta a escuchar sugerencias. Solo encontró apoyo en Jaume, uno de
sus primeros empleados.Una tarde, faltando poco para la
hora del cierre, Jaume, se presentó en el despacho de Constança con un joven.
—Constança, quiero presentarte a
Serni. Tiene algunas ideas que podrían ser útiles para la librería.
—Claro, que pase y a ver qué nos
cuenta.
El joven hizo alarde de sus
conocimientos con mucha creatividad. Terminadas las presentaciones de rigor, el
muchacho sacó una tablet de su mochila y la colocó sobre el escritorio.
—Si me permite… —Tocó la
pantalla y el booktrailer comenzó.
Serni, aparentaba serenidad,
pero sus manos sudorosas se deslizaban sobre su pantalón. Había sido demasiado
atrevido. Constança, le miró con gesto duro al coger la tablet. Mientras veía
el vídeo sonreía gratamente sorprendida.
—Bien. ¡Me gusta! Y ahora qué.
Una mirada de complicidad entre
Jaume y Constança animó al joven a continuar. La tensión se fue relajando y
aquella reunión sentó las bases para un nuevo proyecto. A lo largo de muchos
meses, Serni, trabajó para demostrar la valía de sus ideas. Se convirtió en un
empleado eficaz y querido.
Como todos los cambios
comenzaban a dejarse ver, Constança, decidió citar a sus nietas para el último
viernes del mes de enero. Tenía preparado el cierre del año anterior con
resultados positivos; era el momento idóneo para informarles de las
modificaciones que había realizado en Lletres.
Aquel viernes, tuvieron un día
complicado.
—Hola, Jaume, ¿y la abuela?
—Monserrat y Raquel, las nietas mayores, llegaron temprano a la cita.
—En la sala de reuniones o en su
despacho. ¡Creo! Hoy está muy revolucionada, no ha parado en toda la mañana.
—Ya, la conocemos —contestó
Raquel, mientras atravesaban la tienda para entrar en la zona privada.
Un pasillo estrecho y tres
puertas; la primera la sala de reuniones, la segunda el despacho de Constança,
y la última la trastienda.
—Abuela, ¿dónde estás?
—Aquí, en mi despacho —se asomó
al pasillo— por favor, me pueden esperar en la sala de reuniones.
A su espalda se abrió la puerta
de la trastienda, era Ana la nieta menor. Sorprendida, al ver a sus primas y a
la abuela en el pasillo, se detuvo durante unos segundos. Un suspiro profundo
la deja sin palabras, su rosto que siempre era pálido y deslucido cobró una
repentina viveza. Enrojecida caminó hacia la abuela, las palabras volvían a su
boca de forma atropellada.
— Hola, abuela. Entré por la
puerta chica, Serni, estaban descargando un pedido y me colé.
—Hola, preciosa, ve con tus
primas. ¿Falta tu hermana, verdad?
—Vendrá más tarde, está
trabajando.
—Vale, cuando llegue comenzamos
la reunión. — Constança volvió a su despacho.
En la sala de reuniones, las
tres mujeres, hablaban con cierto recelo de la complicada situación por la que
había pasado la librería. Monserrat, la nieta mayor, se mostraba preocupada por
las decisiones que pudo haber tomado la abuela.
—Aquí, entre nosotras, hay
alguien que no es quien dice ser. —La repentina alegría de la anciana, le hacía
sospechar de todos.
—Y eso te extraña. Yo creo que
nadie es quien dice ser —sumida en una profunda indiferencia, Raquel, se
limitaba a poner de manifiesto lo molesto que le resultaba el tema de la
librería. No le interesaba el dinero y, menos aún, su abuela.
—¿Sospechas de alguien? —Preguntó,
la nieta menor, intentando parecer desinteresada.
—¡No finjas!, que llevas tres
años haciéndote la tontita —contestó Monserrat, conocedora de la mala situación
económica de su prima, la veía capaz de cualquier artimaña.
—Para disfrutar de los millones
de la vieja haría cualquier cosa —respondió la menor, dejándose caer sobre la
butaca ubicada en la cabecera de la mesa.
Las mujeres se impacientaban. La tensión
crecía por minutos. La abuela, en el despacho contiguo, esperaba a que
estuvieran todas para comenzar la reunión. Algunos minutos más tarde, se
abrió la puerta violentamente. Era la nieta faltante, gritando.
—Es la abuela, está tendida en
el pasillo. Llamen a urgencias.
¡Gritos! Personas corriendo,
pero todo resultó inútil, un infarto terminó con la vida de Constança. Y sí,
muchas lágrimas, algunas sinceras y otras no tanto. Tras una semana de duelo,
Lletres, abría sus puertas, intentando asimilar su pérdida. Los empleados no
ocultaban el temor que sentían por su futuro, quizás porque desconocían los
planes de Constança. Aunque Jaume y
Serni, retomaron su ritmo habitual de trabajo y recibieron las condolencias de
los clientes, intentando mantener vivo el espíritu de su fundadora.
Un mes más tarde, el abogado citó
a la familia y a dos de los empleados de la librería. En la sala de juntas, los
herederos se mostraban desconcertados con la presencia de los empleados en una
circunstancia que debía ser familiar.
—Por favor, si se ubican les
aclararé todas sus dudas —dijo el abogado señalando la antigua mesa de roble—.
La carpeta que tienen delante de cada uno de ustedes contiene el testamento y
un contrato de sociedad vigente desde hace cuatro meses.
El silencio se adueñó de la
sala. Miradas amenazantes acompañadas por algunas expresiones de asombro.
—Esto es ilícito. ¿Cómo puede
ser que mi madre venda una parte de la librería sin consultarnos?
—Les recuerdo que la señora
Constança era la única dueña de la librería y el local donde esta se encuentra.
Lletres, no era un bien ganancial. Ella la heredó de su familia antes de
casarse.
Nuevamente gritos. Los dos hijos
que nunca se habían interesado por el trabajo de su madre, proferían todo tipo
de amenazas e incluso algunos insultos muy poco velados. Las nietas, algunas
hacían más que evidente su disconformidad y otras sonreían, pero por motivos
muy distintos. Quizás disfrutando del éxito de sus estrategias, o simplemente
como un homenaje a la perseverancia de la abuela.
Lo que quedó muy claro es que
Constança quería proteger su librería aun después de muerta.
Jaume y Serni, nuevos socios de
la empresa desde hace algunos meses, tendrían veinte años para que Lletres se
adaptase a los nuevos tiempos.
«Siempre hay alguien que no es
quien dice ser.»
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