Con qué
indiferencia ha dejado caer la caja sobre mi escritorio. Irreverente como el
viento de primavera que arrasa con lo que encuentra a su paso. Coge cada manojo
de fotos, que yo había separado cuidadosamente y los esparce sobre la mesa.
Elige una o dos de cada grupo y a las sobrantes las devuelve a la caja liadas con una goma elástica. Durante treinta años los clientes disfrutaban observando
mis cuadros y esculturas o, simplemente hablando, con mi marchante o conmigo
sobre las distintas obras, pero al parecer, en estos nuevos tiempos, lo mejor
es tener un catálogo de cuadros en una página web. Ha mandado colocar en el
salón principal de la galería de arte una inmensa pantalla plana donde se
repetirá, incesantemente, un vídeo con algunas de mis mejores obras. Hay Sofía,
en unos meses has transformado mi taller, mi trabajo, mi vida. Me gustan los
cambios, solo que me cuesta seguir tu ritmo. Ya casi no pinto, me paso el día
ordenando el caos que generas.
Este viejo
atelier ha sufrido muchas transformaciones, aunque sin lugar a dudas, ninguna
tan radical como la que ella está haciendo. Su presencia me trae recuerdos de
viejas épocas en las que la pintura ocupaba todos mis días.
Cuando comencé en el mundo del arte, lo primero que hice fue reacondicionar este almacén, que mis padres usaban como depósito de muebles antiguos, y lo convertí en mi lugar de trabajo. Me parece estar viendo a mi joven esposa, tan resuelta y feliz organizando la venta improvisada de antigüedades. Hablaba con los clientes de cosas banales, cuando lograba una venta buscaba mi mirada y me sonreía, ella siempre fue muy hábil para los negocios. Vendió todo lo que teníamos guardado desde la época de mis abuelos. Con aquel dinero hicimos la primera remodelación. Ampliamos las ventanas, blanqueamos las paredes, y dividimos el local para tener un depósito y una pequeña cocina. Con el tiempo montó en la parte delantera una pequeña galería de arte donde exponíamos y vendíamos mis cuadros y esculturas. He sido un artista afortunado, mis obras despertaron la admiración de muchas personas. Los clientes solían decirme que tenía un don, pero yo a veces pensaba que también era un castigo. Es que en el camino hacia el éxito se deja buena parte de nosotros mismos. A veces lamento haber dedicado tanto tiempo a mi oficio y tan poco a mi familia, me duele saber que me queda un camino corto por recorrer junto a ellos.
—Sabes
abuelo, no me gusta que pases tanto tiempo solo en tu taller. Ahora que la abuela
no está, yo iré todas las mañanas a desayunar contigo.
Desde aquel
día espero ansioso a que el reloj dé las nueve, a que la puerta de la
trastienda se abra estrepitosamente, a escuchar sus pasos avanzar hacia mí, a
que su voz aguda y estridente resuene en el pasillo. En ese momento mi corazón
comienza a latir con fuerza; ella alivia el frío de mis ancianos huesos. Todas
las mañanas llega a mi atelier, oliendo a flores y con la energía propia de la
juventud.
—Abuelo, no
entiendo por qué tienes que madrugar tanto. He pasado a buscarte por tu casa y
me dijeron que hacía dos horas que estabas aquí. —Enfurruñada, pasa a mi lado
casi sin mirarme y se dirige a la cocina.
Cómo decirle
que lo hago para poder pintar antes de que ella llegue. Su energía, arrebatada
y desordenada, consume todo mi tiempo. Pasados unos minutos de viva voz reclama
mi atención.
—He traído
cruasanes de hojaldre para desayunar. ¿Qué te apetece, café con leche o solo?
Yo ya llevo
en el cuerpo dos cafés, pero no puedo negarme.
—Descafeinado
con leche, en taza pequeña, por favor.
Antes de que
termine la frase escucho el ruido de la moderna cafetera que ha colocado en la
trastienda. Toda la habitación huele a café, a flores, a familia. Se acerca y
me da un beso en la mejilla con olor a chocolate, no pudo resistirse a la
tentación de comerse uno mientras preparaba el café. Deja sobre la mesa, que
hay junto al atril, las dos tazas. Mira curiosamente por encima de mi hombro el
lienzo que estoy pintando.
—Es la
Iglesia Románica de San Miguel. ¡Muy buena elección! —Se ríe, me guiña un ojo,
coge un cruasán, se acerca a la ventana y mueve las cortinas para que entre más
luz—. Estás trabajando con las fotos del último viaje que hiciste con la
abuela. Era muy buena con la cámara, siempre sabía dónde estaba el mejor ángulo.
Un buen encuadre, la escalinata y la galería porticada. —Con aire despreocupado
comenta detalles históricos sobre el edificio—. Es probable que las siete
arcadas representen las siete primeras iglesias de la cristiandad en la zona sur
del Duero.
Hoy, después
de cinco días, por fin, se ha decidido a volver al taller. Entró con paso
lento, abrió las ventanas y se detuvo frente al atril vacío y no dijo nada. A
continuación, comenzó a trajinar en la trastienda, ordenó los cuadros de mil
formas distintas. Luego llamó al galerista. Mientras hablaba se acercó a la
ventana; su voz apagada y lánguida apenas se oía. Con un gesto inusual en ella
asentía con resignación. Tras algunos minutos volvió a acercarse al atril,
estaba contrariada, pero empeñada en terminar su trabajo.
Comenzó a
mover cajas mientras hablaba por teléfono. Tras algunos minutos su voz resonaba
con firmeza en la trastienda; se reía aliviada. Seguramente encontró lo que el
cliente pedía. Ahora es más fácil vender. En la época en que su padre se
encargaba de organizar las exposiciones, las cosas marchaban a otro ritmo; no se
vendía con una foto. A los clientes les gustaba tocar los cuadros, hablar con
el artista y en ocasiones hasta proponer nuevos temas.
Se acercó al
atril vacío y comenzó a contarme sus peripecias.
—Abuelo,
acabo de vender el paisaje del lago negro y seleccioné tres más para la
exposición que inauguramos el sábado. Un suspiro profundo ahoga su voz. Mira
hacia la ventana mientras busca su teléfono en el bolsillo del pantalón—. Será
mejor que me marche y llame al transportista; es importante que la galería
tenga las obras esta noche. —La angustia se apodera de su joven corazón. Una
lágrima resbala por su mejilla, pero ella lo ignora—. Mañana por la mañana iré
a controlar cómo los colocan. Quiero que todo luzca perfecto.
No necesita
respuesta. Ella sabe que está sola.
La puerta de
la trastienda se abre con suavidad, por el pasillo avanza un hombre aparentando
entereza, aunque sabe que no podrá disuadirla. Su voz grave quiebra el
silencioso trabajo de mi ardillita.
—Sofía.
—Papá, ¿qué
haces aquí? —Se giró sobresaltada, no esperaba que nadie interrumpiese su
empeño.
—Tu madre me
dijo que sigues adelante con la exposición. ¿Estás segura de que es lo más
adecuado?
—¿Realmente
no lo entiendes? Compartir su arte es la mejor manera de despedirnos del
abuelo. Estoy segura de que él aprobaría mi decisión.
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